jueves, 14 de julio de 2011

♥El AmOr AbEsEs DuElE ♥

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domingo, 26 de junio de 2011

♥ Monster High capitulo 1 al 50 ♥

                      PRONOLOGO
Las tupidas pestañas de Frankie Stein se separaron con
un aleteo. Una potente luz blanquecina centelleaba an­
te sus ojos mientras se esforzaba por enfocar la mira­
da, pero los párpados le pesaban demasiado como pa­
ra terminar de abrirlos. La estancia se oscureció.
—La corteza cerebral se ha cargado —anunció un
hombre cuya voz profunda denotaba una mezcla de ago­
tamiento y satisfacción.
—¿Puede oírnos? —preguntó una mujer.
—Puede oírnos, vernos, entendernos e identificar
más de cuatrocientos objetos —repuso él, exultante—.
Si seguimos introduciendo información en su cerebro,
dentro de dos semanas tendrá la inteligencia y las apti­
tudes físicas de una típica quinceañera —hizo una pau­
sa—. De acuerdo, puede que un poco más lista de lo
normal. Pero tendrá quince años.
—Ay, Viktor, es el momento más feliz de mi vida
—la mujer ahogó un sollozo—. Es perfecta.
—Lo sé —él también ahogó un sollozo—. La niñi­
ta perfecta de papá.
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MONSTER HIGH
Uno detrás del otro, besaron a Frankie en la fren­
te. Él olía a productos químicos; ella, a flores frescas.
Juntos, despedían un aroma a ternura.
Frankie trató de abrir los ojos de nuevo. Esta vez,
apenas pudo parpadear.
—¡Ha pestañeado! —exclamó la mujer—. ¡Intenta
mirarnos! Frankie, soy Viveka, soy mamá. ¿Puedes ver­
me?
—No, no puede —respondió Viktor.
El cuerpo de Frankie se tensó al escuchar aquellas
palabras. ¿Cómo era posible que alguien diferente de­
terminara de qué era ella capaz? Carecía de sentido.
—¿Por qué no? —preguntó su madre, al parecer
por las dos.
—La batería está a punto de agotarse. Necesita
una recarga.
—¡Pues recárgala!
«¡Sí, recárgame! ¡Recárgame! ¡Recárgame!».
Más que nada, Frankie deseaba contemplar aquellos
cuatrocientos objetos. Quería examinar los rostros de sus
padres mientras éstos los iban describiendo con sus voces
amables. Deseaba cobrar vida y explorar el mundo al que
acababa de nacer. Pero no podía moverse.
—No puedo recargarla hasta que los tornillos aca­
ben de fijarse —explicó su padre.
Viveka empezó a llorar; sus débiles sollozos ya no
eran de alegría.
—Tranquila, cariño —musitó Viktor—. Unas cuan­
tas horas más y se habrá estabilizado por completo.
—No es por eso —Viveka inspiró con fuerza.
—Entonces, ¿por qué?
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LISI HARRISON
—Es tan hermosa, con tanto potencial y… —so­
llozó otra vez—. Me parte el corazón que tenga que
vivir…, ya sabes…, como nosotros.
—¿Y qué tiene de malo? —replicó él. Aunque algo
en su voz daba a entender que conocía la respuesta.
Viveka soltó una risita.
—Estás de broma, ¿no?
—Viv, las cosas no van a seguir así eternamente —de­
claró Viktor—. Los tiempos cambiarán. Ya lo verás.
—¿Cómo? ¿Quién va a cambiarlos?
—No lo sé. Alguien lo hará… por fin.
—Bueno, pues confío en que sigamos estando aquí
para verlo —repuso ella con un suspiro.
—Estaremos —le aseguró Viktor—. Nosotros, los
Stein, solemos vivir muchos años.
Viveka se rió con suavidad.
Frankie se moría de ganas de saber qué tenía que
cambiar de aquellos «tiempos». Pero formular la pre­
gunta resultaba impensable, ya que su batería se había
agotado casi por completo. Con una sensación de lige­
reza y, al mismo tiempo, de increíble pesadez, Frankie
fue sumiéndose en la oscuridad y acabó por instalarse
en un lugar desde donde ya no oía a quienes la rodea­
ban. No podía escuchar la conversación de sus padres
ni percibir el olor a flores y a sustancias químicas de
sus respectivos cuellos.
A Frankie sólo le quedaba confiar en que, al des­
pertar, eso por lo que Viveka quería «seguir estando
aquí» se hubiera hecho realidad. Y que, de no ser así,
la propia Frankie tuviera la entereza necesaria para
conseguírselo a su madre.
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Capítulo 1
Nuevos en el vecindario
El trayecto de catorce horas desde Beverly Hills (Cali­
fornia) hasta Salem (Oregón) había sido un auténtico
horror. El viaje por carretera estuvo impregnado desde
el primer momento de un sentimiento de culpabilidad,
y la tortura no cesó a lo largo de los mil quinientos ki­
lómetros. La única vía de escape para Melody Carver
era fingir que dormía.
—Bienvenidos a Aburrilandia —masculló su her­
mana mayor mientras atravesaban la frontera del esta­
do de Oregón—. O mejor, Bostezolandia. ¿Qué tal Es­
pantolandia? Quizá…
—¡Basta ya, Candace! —zanjó su padre desde el
asiento del conductor del flamante todoterreno urbano
diésel de gama alta. Verde en cuanto al color de la ca­
rrocería y el ahorro de combustible, el vehículo era una
de las múltiples compras que sus padres habían efec­
tuado para demostrar a la gente de la zona que Beau y
Glory Carver eran algo más que unos guapos y opulen­
tos desplazados del distrito de Beverly Hills.
CAPÍTULO 1
NUEVOS
EN EL VECINDARIO
El trayecto de catorce horas de Beverly Hills (California) a
Salem (Oregon) había sido un auténtico horror. El viaje por
carretera estuvo impregnado desde el primer momento de
un sentimiento de culpabilidad, y la tortura no cesó a lo largo de los mil quinientos kilómetros. La única vía de escape
para Melody Carver era fingir que dormía.
—Bienvenidos a Aburrilandia —masculló su hermana
mayor mientras atravesaban la frontera del estado de Oregon—. O mejor, Bostezolandia. ¿Qué tal Espantolandia?
Quizá…
—¡Basta ya, Candace! —zanjó su padre desde el asiento
del conductor del flamante todoterreno urbano bmw. Verde
en cuanto al color de la carrocería y al ahorro de combustible, el vehículo diésel era una de las múltiples compras que
sus padres habían efectuado para demostrar a la gente de la
zona que Beau y Glory Carver eran algo más que distinguidos y opulentos desplazados del distrito de Beverly Hills.
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Otras de sus adquisiciones se encontraban en las
treinta y seis cajas trasladadas con antelación, llenas de
kayaks, tablas de windsurf, cañas de pescar, cantimplo­
ras, DVD ilustrativos de la cata de vinos, bolsas de fru­
tos secos variados de cultivo ecológico, artículos de
acampada, trampas para osos, walkie talkies, crampo­
nes, piolets, martillos de escalada, azuelas, equipos pa­
ra esquiar —esquís, botas y bastones—, tablas de
snowboard, cascos, prendas de abrigo y ropa interior
de franela.
Pero las protestas de su hija mayor aumentaron de
tono cuando empezó a llover.
—¡Ahhhh, agosto en Lluvialandia! —Candace olis­
queó el aire—. Fabuloso, ¿verdad?
A continuación, puso los ojos en blanco. Melody
no necesitaba mirar para saberlo. Aun así, echó una
ojeada a través de sus párpados entreabiertos para con­
firmarlo.
—¡Uggh! —Candace, indignada, dio un puntapié
en la parte posterior del asiento de su madre. Luego, se
sonó la nariz y frotó el hombro de su hermana con el
pañuelo de papel húmedo. Melody notó que el corazón
se le aceleraba, pero consiguió mantener la calma. Era
más sencillo que contraatacar—. No lo entiendo —con­
tinuó Candace—. Melody ha sobrevivido quince años
respirando aire contaminado. Otro año más no va a ma­
tarla. ¿Y si se pusiera una mascarilla? La gente podría
firmar en ella, como se firma en las escayolas. Igual ser­
vía de inspiración para una nueva línea de accesorios
para asmáticos. Por ejemplo, inhaladores engarzados en
collares o…
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LISI HARRISON
—Ya está bien, Candi —Glory soltó un suspiro, a
todas luces exhausta debido a la discusión que se pro­
longaba desde un mes atrás.
—En septiembre del curso que viene estaré en la
universidad —presionó Candace, poco acostumbrada
a salir perdiendo en una disputa. Era rubia y de pro­
porciones perfectas; las chicas como ella siempre se sa­
lían con la suya—. ¿Es que no podíais esperar un año
más para mudaros?
—Este traslado beneficiará a toda la familia. No es
sólo cuestión del asma de tu hermana. Merston High
es uno de los mejores institutos de Oregón. Además, se
trata de entrar en contacto con la naturaleza y alejarse
de toda esa superficialidad de Beverly Hills.
Melody sonrió para sí. Su padre, Beau, era un fa­
moso cirujano plástico, y su madre había ejercido co­
mo asesora de imagen de las estrellas de Hollywood.
La superficialidad dominaba la vida de ambos. Ambos
eran sus zombis. Así y todo, Melody agradecía los es­
fuerzos de su madre por evitar que Candace la culpara
de la mudanza. Aunque Melody consideraba que, de
alguna manera, era en efecto culpa suya.
En una familia de seres humanos genéticamente
perfectos, Melody Carver suponía una incoherencia.
Una rareza. Una peculiaridad. Una anormalidad.
Beau había sido agraciado con una belleza al estilo
italiano a pesar de sus raíces del sur de California. El
destello de sus ojos negros recordaba a un rayo de sol
en la superficie de un lago. Su sonrisa tenía la calidez
del cachemir, y su bronceado permanente no había afec­
tado en lo más mínimo a su piel, de cuarenta y seis
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años de edad. Con la proporción adecuada tanto de
barba incipiente como de gomina, contaba con tantos
pacientes masculinos como femeninos. Todos y cada
uno de ellos confiaban en que, al quitarse las vendas,
presentarían un aspecto eternamente joven…, igual que
Beau.
Glory tenía cuarenta y dos años y, gracias a su ma­
rido, su cutis libre de imperfecciones había sido some­
tido a estiramientos mucho antes de que hubiera ne­
cesidad. Daba la impresión de que Glory, con su pie
impecablemente cuidado, hubiera dado un paso más
allá del desarrollo humano habitual y alcanzado el si­
guiente estado de evolución, un estado que desafiaba la
ley de la gravedad y en el que se dejaba de envejecer a
partir de los treinta y cuatro años. Con su cabello cas­
taño y ondulado a la altura de los hombros, sus ojos
azul verdoso y sus labios, tan carnosos por naturaleza
que no necesitaban colágeno, Glory podría haber ejer­
cido como modelo de no haber sido tan menuda. Todo
el mundo lo decía. Pero quedarse cruzada de brazos no
era lo suyo, y juraba que el asesoramiento personal ha­
bría sido en cualquier caso su profesión elegida, aun­
que Beau le hubiera aplicado extensiones en las panto­
rrillas.
La afortunada Candace era una combinación de
sus padres. Al estilo de los grandes depredadores, se
había incautado de todo lo bueno, dejando las sobras
para el retoño más débil. Aunque la constitución me­
nuda que había heredado de su madre perjudicaba un
posible futuro como modelo, hacía maravillas con res­
pecto a su armario, a rebosar de ropa descartada que
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iba de Gap a Gucci (pero en su mayor parte Gucci).
Tenía los ojos azules de Glory y el risueño centelleo de
Beau; el bronceado de Beau y el cutis impecable de
Glory. Sus elevados pómulos semejaban barandillas
de mármol. Y su larga melena, que asumía por igual
una textura lisa que otra ondulada, tenía el color de la
mantequilla salpicada de  toffee derretido. Las amigas
de Candi (y las madres de éstas) sacaban fotos de su
mandíbula cuadrada, su enérgica barbilla o su nariz
recta, y se las entregaban a Beau con la esperanza de
que sus manos pudieran obrar los mismos milagros que
una vez había obrado su ADN. Y, por descontado, aca­
baban consiguiéndolo.
Incluso en el caso de Melody.
Convencida de que una familia que no le corres­
pondía se la había llevado a casa desde el hospital, Me­
lody otorgaba poco valor a la apariencia física. ¿Qué
sentido tenía? Su barbilla era pequeña; sus dientes, co­
mo colmillos, y su cabello tenía un apagado tono ne­
gro. Sin mechas. Sin reflejos. Sin el color de la mante­
quilla o la llovizna de toffee. Negro apagado, sin más.
Sus ojos, aun sin problemas de visión, tenían el color
gris acero y la forma rasgada de los de un gato escépti­
co. Y no es que alguien se hubiera fijado alguna vez en
sus ojos, pues su nariz era el centro de atracción. Com­
puesta de dos protuberancias y un tabique pronuncia­
do, recordaba a un camello en la postura del perro bo­
ca abajo. Aunque poco importaba. En lo que a Melody
concernía, la habilidad para cantar era su mejor virtud.
Los profesores de música alababan con entusiasmo el
perfecto timbre de su voz. Limpia, angelical y evocado­
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ra, ejercía un efecto hipnotizante sobre todos cuantos
la escuchaban, y el público, con los ojos cuajados de
lágrimas, se ponía en pie después de cada recital. Por
desgracia, para cuando cumplió los ocho años, el asma
había cobrado protagonismo y le había arrebatado el
espectáculo.
Una vez que Melody hubo empezado la primaria,
Beau se ofreció a operarla. Pero Melody se negó. Una
nariz nueva no le iba a curar el asma, así que ¿por qué
preocuparse? No tenía más que aguantar hasta el insti­
tuto y las cosas cambiarían. Las chicas serían menos
superficiales y los chicos, más maduros. Lo académico
adquiriría el dominio supremo.
«¡Ja!».
Las cosas fueron a peor cuando Melody empezó
en el instituto Beverly Hills High. Las chicas la llama­
ban Tucán por el tamaño de su nariz; los chicos no la
llamaban de ninguna manera. Ni siquiera la miraban.
Para cuando llegó el día de Acción de Gracias, era
prácticamente invisible. De no haber sido por su ince­
sante dificultad para respirar y su utilización del inha­
lador, nadie habría reparado en su existencia.
Beau no pudo soportar que su hija —con gran
«potencial simétrico»— siguiera sufriendo. Esas mis­
mas Navidades comunicó a Melody que Santa Claus
había descubierto una nueva técnica de rinoplastia que
prometía abrir las vías respiratorias y aliviar el asma.
Tal vez pudiera volver a cantar.
—¡Qué maravilla! —Glory unió sus pequeñas ma­
nos en actitud de oración y elevó los ojos al cielo en
señal de gratitud.
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—No más  Rudolph,  el reno narizotas —bromeó
Candace.
—Se trata de su salud, Candace, y no de su aspec­
to físico —amonestó Beau, a todas luces tratando de
convencer a Melody.
—¡Guau! Alucinante —Melody, agradecida, abra­
zó a su padre, si bien no estaba segura de que la for­
ma de la nariz tuviera algo que ver con los bronquios
obstruidos. Pero el hecho de fingir que se creía la
explicación le otorgaba a sí misma una cierta espe­
ranza. Además, resultaba menos doloroso que admi­
tir que su familia se avergonzaba de sus rasgos facia­
les.
Durante las vacaciones de Navidad, Melody se so­
metió a la cirugía. Al despertar, se encontró con que te­
nía una nariz fina y respingona al estilo de Jessica Biel,
así como fundas dentales en lugar de dientes con forma
de colmillo. Al finalizar el periodo de recuperación ha­
bía perdido más de dos kilos, accediendo así a la ropa
descartada de su madre, que iba de Gap a Gucci (pero
en su mayor parte Gucci). Lamentablemente, seguía
sin poder cantar.
Cuando regresó al instituto de Beverly Hills las
chicas se mostraron cordiales, los chicos se quedaron
boquiabiertos y los moscones empezaron a rondar a su
alrededor. Descubrió un nivel de aceptación social con
el que jamás habría soñado.
Pero ningún aspecto de aquel recién estrenado en­
canto consiguió hacerla más feliz. En lugar de presumir
y coquetear, pasaba el tiempo libre oculta bajo las man­
tas, sintiéndose como el bolso metalizado de diseño
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que tenía su hermana: hermoso y brillante por fuera
pero, por dentro, una auténtica calamidad. «¿Cómo se
atreven a ser amables conmigo sólo porque ahora soy
guapa? ¡Soy la misma de siempre!».
A la llegada del verano, Melody se había encerra­
do en sí misma por completo. Se vestía con ropa holga­
da, jamás se cepillaba el pelo y su único accesorio con­
sistía en el inhalador que llevaba enganchado a las
trabillas del cinturón.
Durante la barbacoa que los Carver organizaban
anualmente con motivo del Cuatro de Julio, en la que
solía cantar el himno nacional, Melody sufrió un grave
ataque de asma que la mandó directa al centro médico
Cedars­Sinai. En la sala de espera, Glory pasaba ansio­
samente las páginas de una revista de viajes y se detuvo
ante una exuberante fotografía de Oregón, afirmando
que, con sólo mirarla, olía el aire fresco. Cuando Me­
lody fue dada de alta, sus padres le comunicaron que
se mudaban. Por primera vez, una sonrisa cruzó su
rostro perfectamente simétrico.
«¡Hola, Maravillolandia!», murmuró para sí mien­
tras el coche avanzaba a toda velocidad.
Entonces, arrullada por el rítmico vaivén de los
limpiaparabrisas y el golpeteo de la lluvia, Melody se
quedó dormida.
Y esta vez, de verdad.
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Capítulo 2
Coser y cantar
Por fin salió el sol. Los petirrojos y las golondrinas en­
tonaban sus respectivas listas de éxitos matinales.
Tras la ventana de cristal esmerilado del dormitorio de
Frankie, los niños en bicicleta empezaban a tocar el
timbre y a dar vueltas alrededor del callejón sin salida
de Radcliffe Way. El vecindario había despertado.
Ahora, Frankie podía poner a Lady Gaga a todo volu­
men.
I can see myself in the movies, with my picture in
the city lights…
Más que nada, Frankie deseaba sacudir la cabeza
al ritmo de The Fame. No, un momento. No exacta­
mente. Lo que de veras quería era pegar saltos sobre su
cama de metal, lanzar de una patada sus mantas elec­
tromagnéticas al suelo de cemento pulido, balancear
los hombros, agitar los brazos, contonear el trasero y
sacudir la cabeza al ritmo de The Fame. Pero alterar el
fluido de electricidad antes de que la recarga se hubiera
completado podía desembocar en pérdidas de memo­
CAPÍTULO 2
COSER Y CANTAR
Por fin salió el sol. Los petirrojos y las golondrinas entonaban sus respectivas listas de éxitos matinales. Tras la ventana
de cristal esmerilado del dormitorio de Frankie, los niños en
bicicleta empezaban a tocar el timbre y a dar vueltas alrededor del callejón sin salida de Radcliffe Way. El vecindario
había despertado. Ahora, Frankie podía poner a Lady Gaga
a todo volumen.
I can see myself in the movies, with my picture in city
lights…
Más que nada, Frankie deseaba sacudir la cabeza al
ritmo de  The Fame. No, un momento. No exactamente.
Lo que de veras quería era pegar saltos sobre su cama de
metal, lanzar de una patada sus mantas electromagnéticas
al suelo de cemento pulido, balancear los hombros, agitar
los brazos, contonear el trasero y sacudir la cabeza al ritmo de The Fame. Pero alterar el fluido de electricidad antes
de que la recarga se hubiera completado podía derivar en
pérdida de memoria, desvanecimientos o, incluso, un coma.
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ria, desvanecimientos o, incluso, un coma. La parte po­
sitiva, sin embargo, consistía en que nunca tenía que
enchufar su iPod táctil. Siempre que estuviera cerca del
cuerpo de Frankie, la batería del dispositivo se mante­
nía a rebosar.
Disfrutando de su transfusión matinal, permane­
cía tumbada boca arriba con un revoltijo de cables
negros y rojos conectados a sus tornillos. Mientras
las últimas corrientes eléctricas rebotaban a través de
su cuerpo, Frankie hojeaba el número más reciente
de la revista Seventeen. Con cuidado de no estropear
su esmalte de uñas azul marino, todavía húmedo,
examinaba los cuellos suaves y de colores extraños
de las modelos en busca de tornillos de metal, pre­
guntándose cómo se las arreglaban para «recargar­
se» sin ellos.
En cuanto Carmen Electra (así llamaba Frankie a
la máquina de recarga, ya que el nombre técnico resul­
taba difícil de pronunciar) se detuvo, Frankie notó el
agradable hormigueo de sus tornillos del cuello —del
tamaño de un dedal— a medida que se enfriaban. Ple­
tórica de energía, pegó su respingona nariz a la revista
y durante un buen rato olfateó el aroma de la muestra
de perfume que venía en el interior.
—¿Os gusta? —preguntó, agitándola ante los ho­
cicos de las fashionratas. Cinco ratas blancas se mante­
nían erguidas sobre sus rosadas extremidades traseras
y arañaban la pared de cristal de su jaula. La capa de
purpurina multicolor (no tóxica) que les cubría el lomo
se les iba desprendiendo como la nieve de un toldo.
Frankie volvió a aspirar el perfume.
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—A mí también —agitó el papel doblado a través
del fresco ambiente con olor a formol y se levantó para
encender las velas de aroma a vainilla. El avinagrado
hedor de la solución química se le infiltraba en el cabe­
llo y ocultaba el toque floral de su acondicionador.
—¿Es vainilla eso que huelo? —preguntó su padre,
llamando con suavidad a la puerta cerrada.
Frankie apagó la música.
—¡Sííí! —repuso ella con entusiasmo, ignorando el
tono de fingido enfado de su padre, tono que llevaba uti­
lizando desde que Frankie empezara a transformar el la­
boratorio paterno en un enclave glamoroso. Frankie es­
cuchó ese mismo tono cuando decidió dar a las ratas un
toque fashion a base de purpurina, cuando empezó a al­
macenar sus brillos de labios y accesorios para el pelo en
los vasos de precipitado de su padre, y cuando pegó la
cara de Justin Bieber al esqueleto (el póster en el que salía
sentado en el monopatín era electrizante). Pero sabía que
a su padre, en el fondo, no le importaba. Ahora, el labo­
ratorio también era el dormitorio de su hija. Además,
si realmente le molestara, no se referiría a ella como…
—¿Cómo está la niñita perfecta de papá? —Viktor
Stein volvió a golpear en la puerta con los nudillos y,
acto seguido, la abrió. No obstante, la madre de Fran­
kie entró en primer lugar.
—¿Podemos hablar un minuto, tesoro? —pregun­
tó Viveka con una voz cantarina que hacía juego con el
susurrante dobladillo de su vestido de tirantes de crepé
negro. Su voz era tan delicada que la gente se quedaba
alucinada al notar que provenía de una mujer de más
de un metro ochenta de estatura.
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Viktor, haciendo oscilar una bolsa de viaje de cue­
ro, entró a continuación, vestido con un chándal negro
de marca y unas zapatillas marrones con un agujero en
la punta, sus favoritas.
«Viejas y desgastadas, igual que Viv», solía respon­
der cuando Frankie se burlaba de ellas, y luego Viveka
le daba una palmada en el brazo. Pero Frankie sabía
que su padre bromeaba, porque su madre era una de
esas mujeres a las que te gustaría encontrar en una re­
vista para poder contemplar a tus anchas sus ojos color
violeta y su cabello negro, brillante, sin que te tacharan
de friqui o de acosadora.
Viktor, por otro lado, recordaba más bien a Ar­
nold Schwarzenegger, como si sus rasgos cincelados
hubieran sido estirados para cubrir por completo su ca­
beza cuadrada. Seguramente, la gente también deseaba
clavarle la mirada, pero se asustaba ante su estatura de
casi dos metros y la manera tan exagerada en la que
solía bizquear. Pero cuando bizqueaba no era porque
estuviese enfadado. Significaba que estaba pensando.
Y, al tratarse de un científico loco, siempre estaba pen­
sando…, al menos, así lo explicaba Viveka.
Viv y Vik atravesaron el suelo de cemento pulido
cogidos de la mano, presentando un frente unido, co­
mo siempre. Pero esta vez, bajo sus sonrisas orgullosas
se adivinaba un rastro de preocupación.
—Siéntate, cariño —Viveka señaló el diván estilo
árabe, de color rubí y cubierto de almohadones, que
Frankie había encargado a Ikea por Internet. En el rin­
cón más apartado del laboratorio, junto a su escritorio
cubierto de pegatinas, su televisor de pantalla plana y
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un arco iris de coloridos armarios atestados de com­
pras online, el sofá miraba a la única ventana de la es­
tancia. Aunque de cristal esmerilado para mantener la
intimidad, le otorgaba a Frankie una cierta visión del
mundo real o, al menos, la promesa de ésta.
Frankie recorrió el mullido sendero de piel de bo­
rrego teñida de rosa que conducía de su cama al diván,
temiendo en silencio que sus padres hubieran reparado
en las últimas descargas que había efectuado en iTu­
nes. Nerviosa, tiró de la fina costura de puntadas ne­
gras que le mantenía la cabeza en su sitio.
—¡No te tires de los puntos! —advirtió Viktor, to­
mando asiento en el sofá sin respaldo. La estructura de
abedul emitió un crujido en señal de protesta—. No
tienes por qué ponerte nerviosa. Sólo queremos hablar
contigo —colocó a sus pies la bolsa de piel con crema­
llera.
Viveka dio unos golpecitos al cojín vacío que tenía
a su lado; luego, empezó a juguetear con su caracterís­
tico fular de muselina negra. Pero Frankie, temiendo
otro sermón sobre el valor del dinero, se ciñó su bata
de seda negra y optó por sentarse en la alfombra rosa.
—¿Qué pasa? —preguntó al tiempo que sonreía
y, con el tono de voz, trataba de ocultar que acababa
de gastarse 59,99 dólares en un abono de temporada de
Gossip Girl.
—Se avecinan cambios —Viktor se frotó las ma­
nos y respiró hondo, como si se preparase para escalar
el monte Hood, en el estado de Oregón.
«¿No más tarjetas de crédito?», especuló Frankie,
temerosa.
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Viveka asintió con la cabeza y forzó otra sonrisa
frunciendo sus labios pintados de púrpura. Miró a su
marido, alentándolo a continuar; pero él abrió los ojos
oscuros de par en par como dando a entender que no
sabía qué decir.
Frankie, incómoda, se rebulló sobre la alfombra.
Nunca había visto a sus padres tan necesitados de pa­
labras. Recorrió para sí sus compras más recientes,
abrigando la esperanza de averiguar cuál de los artículos
los había llevado al límite de su paciencia. «Abono de
temporada de Gossip Girl. Ambientador con aroma a
azahar. Calcetines a rayas, con los simpáticos agujeros
en los dedos. Suscripciones a las revistas  Us Weekly,
Seventeen, Teen Vogue, CosmoGirl. Aplicaciones de
horóscopo. Aplicaciones de numerología. Aplicaciones
de interpretación de sueños. Loción contra el encrespa­
miento del cabello. Vaqueros a la última y extragran­
des…».
Nada demasiado grave. Aun así, la espera provo­
caba que sus tornillos echaran chispas.
—Tranquila, cariño —Viveka se inclinó hacia de­
lante y acarició la larga melena negra de su hija. El ges­
to tranquilizador detuvo la fuga de energía, pero no
supuso un alivio para las piezas interiores de Frankie,
que seguían silbando y estallando como los fuegos arti­
ficiales del Cuatro de Julio. Sus padres eran las únicas
personas que conocía. Eran sus mejores amigos, sus
mentores. El hecho de decepcionarlos significaba de­
cepcionar al mundo entero.
Viktor volvió a respirar hondo; luego, soltó alien­
to al efectuar el anuncio:
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—El verano ha terminado. Tu madre y yo tenemos
que volver a dar clases de Ciencias y Anatomía en la
universidad. No podemos seguir enseñándote en casa
—agitaba sin parar el tobillo.
—¿Cómo dices? —Frankie frunció las cejas, per­
fectamente esculpidas.
«¿Qué tendrá eso que ver con las compras?».
Viveka colocó una mano en la rodilla de Frankie
como dando a entender: «Ahora sigo yo»; a continua­
ción, se aclaró la garganta.
—Lo que tu padre intenta decir es que tienes quin­
ce días de vida. En cada uno de esos días él ha implan­
tado en tu cerebro los conocimientos equivalentes a un
año: matemáticas, ciencia, historia, geografía, idiomas,
tecnología, arte, música, cine, canciones, modas, ex­
presiones idiomáticas, convenciones sociales, buenos
modales, profundidad emocional, madurez, disciplina,
voluntad propia, coordinación muscular, coordinación
lingüística, reconocimiento de los sentidos, profundi­
dad de percepción, ambiciones e, incluso, un cierto
apetito. ¡No te falta de nada!
Frankie asintió con la cabeza, preguntándose
cuándo saldría a relucir el asunto de las compras.
—Así que, ahora que eres una chica hermosa e inte­
ligente, estás preparada para… —Viveka aspiró por la
nariz y reprimió una lágrima. Volvió la mirada a Viktor,
quien hizo un gesto de asentimiento, apremiándola a
continuar. Tras lamerse los labios y soltar aliento, se las
arregló para esbozar una última sonrisa, y entonces…
Frankie echaba chispas. El asunto estaba tardando
más que el transporte por tierra.
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Por fin, Viveka soltó de sopetón:
—Un instituto de normis —pronunció la palabra
en dos tiempos: nor­mis.
—¿Qué significa «normis»? —preguntó Frankie,
temiendo la respuesta. «¿Será una especie de centro de
rehabilitación para adictos a las compras?».
—Los normis son individuos con atributos físicos
corrientes —explicó Viktor.
—Como… —Viveka recogió un ejemplar de Teen
Vogue de la mesa auxiliar lacada en naranja y lo abrió
por una página al azar—, como ellas.
Dio unos golpecitos sobre un anuncio de ropa en
el que aparecían tres chicas en sujetador y pantalones
cortos ajustados; una rubia, una castaña y una pelirro­
ja. Todas tenían el pelo rizado.
—¿Soy yo una normi? —preguntó Frankie, sin­
tiéndose tan orgullosa como las radiantes modelos.
Viveka sacudió la cabeza de un lado a otro.
—¿Por qué no? ¿Porque tengo el pelo liso? —insis­
tió Frankie. Era la lección más desconcertante de cuan­
tas había recibido de sus padres.
—No, no es porque tengas el pelo liso —intervino
Viktor con una mueca de frustración—. Es porque yo
te he fabricado.
—¿Es que los padres de los demás no los han «fa­
bricado»? —Frankie hizo el gesto de las comillas en el
aire—. Ya sabes, técnicamente hablando.
Viveka enarcó una ceja oscura. Su hija no iba des­
caminada.
—Sí, pero yo te fabriqué en el sentido más literal
—expuso Viktor—. En este laboratorio. A partir de
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piezas perfectas que construí con mis propias manos.
Programé tu cerebro y lo llené de información, uní con
puntos las partes de tu cuerpo, y te coloqué tornillos a
ambos lados del cuello para poder recargarte. No nece­
sitas alimento para sobrevivir, sólo comerás por pla­
cer. Y verás, Frankie, como no tienes sangre, en fin, tu
piel es… es de color verde.
Frankie se miró las manos como si fuera por pri­
mera vez. Eran del color del helado de menta con viru­
tas de chocolate, al igual que el resto de su cuerpo.
—Ya lo sé. Es genial, ¿verdad?
—Sí, lo es —Viktor se rió entre dientes—. Por eso
eres tan especial. No le ocurre a ningún otro alumno
del instituto. Eres la única.
—¿Quieres decir que habrá más gente en el institu­
to? —Frankie paseó la vista por el glamoroso laborato­
rio, la única estancia que había conocido en su vida.
Viktor y Viveka asintieron, mientras en sus respec­
tivas frentes se iban formando líneas de culpabilidad y
preocupación.
Frankie contempló los ojos húmedos de sus padres
mientras se preguntaba si aquello estaba sucediendo de
verdad. ¿En serio pensaban soltarla así, por las bue­
nas? ¿Iban a abandonarla en un instituto lleno de nor­
mis desconocidos de pelo rizado y esperaban que se las
arreglara por su cuenta? ¿De verdad tenían la sangre
fría de dejar de proporcionarle formación para, a cam­
bio, impartir clases en aulas abarrotadas de universita­
rios que no eran más que perfectos desconocidos?
A pesar de los labios temblorosos de ambos y de sus
mejillas manchadas de sal, daba la impresión de que,
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en efecto, era lo que se proponían. De pronto, una sen­
sación que únicamente podría haberse medido con la
escala Richter retumbó en las tripas de Frankie. Le su­
bió hasta el pecho, le atravesó la garganta como una
bala y, al llegar a la boca, explotó.
—¡¡ELECTRIZANTE!!
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Capítulo 3
Chico guapo
—¡Hemos llegado! —anunció Beau haciendo sonar el
claxon una y otra vez—. ¡Venga, despierta!
Melody apartó la oreja de la fría ventanilla y abrió
los ojos. A primera vista, el vecindario parecía estar
cubierto de algodón. Pero su visión se agudizó como
una Polaroid en cuanto sus ojos se ajustaron a la bru­
mosa luz matinal.
Los dos camiones de mudanzas bloqueaban el ac­
ceso al camino de entrada circular y tapaban la vista
de la casa. Lo único que Melody distinguía era la mi­
tad de un porche que rodeaba la vivienda y su inevita­
ble columpio; ambos parecían estar construidos con
troncos de juguete de tamaño natural. Se trataba de
una imagen que Melody no olvidaría jamás. O tal vez
fueran las emociones que la imagen conjuraba: espe­
ranza, entusiasmo y miedo a lo desconocido, todo ello
estrechamente ligado, creando una cuarta emoción
imposible de definir. Ahora tenía una segunda oportu­
nidad para ser feliz, y le hacía cosquillas por dentro
CAPÍTULO 1
NUEVOS
EN EL VECINDARIO
El trayecto de catorce horas de Beverly Hills (California) a
Salem (Oregon) había sido un auténtico horror. El viaje por
carretera estuvo impregnado desde el primer momento de
un sentimiento de culpabilidad, y la tortura no cesó a lo largo de los mil quinientos kilómetros. La única vía de escape
para Melody Carver era fingir que dormía.
—Bienvenidos a Aburrilandia —masculló su hermana
mayor mientras atravesaban la frontera del estado de Oregon—. O mejor, Bostezolandia. ¿Qué tal Espantolandia?
Quizá…
—¡Basta ya, Candace! —zanjó su padre desde el asiento
del conductor del flamante todoterreno urbano bmw. Verde
en cuanto al color de la carrocería y al ahorro de combustible, el vehículo diésel era una de las múltiples compras que
sus padres habían efectuado para demostrar a la gente de la
zona que Beau y Glory Carver eran algo más que distinguidos y opulentos desplazados del distrito de Beverly Hills.
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como si se hubiera tragado cincuenta orugas pelu­
das.
¡Bipbipbipbip!
Un fornido hombre de las montañas vestido con
vaqueros holgados y un chaleco acolchado marrón asin­
tió con la cabeza a modo de saludo mientras sacaba del
camión el sofá modular diseñado a medida y color be­
renjena.
—Basta ya de tocar el claxon, cariño. Aún es tem­
prano —Glory dio una palmada a su marido en plan
de broma—. Los vecinos nos van a tomar por lunáticos.
El olor a aliento de café y a vasos de cartón dese­
chables provocó que el estómago vacío de Melody se
encogiera.
—Sí, papá, para de una vez —protestó Candace,
cuya cabeza aún reposaba sobre su bolso metaliza­
do—. Estás despertando a la única persona guay de to­
do Salem.
Beau se desabrochó el cinturón de seguridad y se
giró para mirar a su hija.
—¿Y se puede saber quién es?
—Yoooo —Candace se estiró; sus pechos se ele­
varon y luego, como boyas en un mar agitado, se
hundieron bajo la camiseta sin mangas azul celeste.
Debía de haberse quedado dormida sobre su puño fu­
rioso, crispado, porque en la mejilla llevaba la marca
del corazón de su nueva sortija, la que sus llorosas
mejores amigas le habían regalado como obsequio de
despedida.
Melody, desesperada por ahorrarse la ráfaga de
ametralladora al estilo «echo­de­menos­a­mis­amigas»
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que Candace, sin duda alguna, dispararía tan pronto
como se fijara en su mejilla, fue la primera en abrir la
puerta del coche y pisar la serpenteante calle.
Había dejado de llover y el sol empezaba a salir.
Una capa de neblina de tono rojo púrpura envolvía el
vecindario como un pañuelo fucsia sobre la pantalla de
una lámpara, arrojando un resplandor mágico sobre
Radcliffe Way, sus amplios terrenos particulares y su ar­
quitectura heterogénea. Empapado y reluciente, el vecin­
dario despedía un olor a lombrices y a hierba mojada.
—Melly, aspira este aire —Beau se golpeó sus pul­
mones cubiertos de franela y, con gesto reverente, le­
vantó la cabeza al cielo teñido a retazos.
—Sí, papá —Melody abrazó los marcados abdo­
minales de su padre—. Ya puedo respirar —le aseguró,
en parte porque quería que él supiera que agradecía su
sacrificio, pero sobre todo porque, en efecto, respiraba
con menos dificultad. Era como si le hubieran quitado
del pecho un saco de arena.
—Tienes que salir a oler el ambiente —insistió
Beau, dando golpecitos en la ventanilla de su mujer
con su anillo de oro con iniciales grabadas.
Glory, impaciente, levantó un dedo y giró la cabe­
za en dirección a Candace, en el asiento posterior, para
dar a entender que estaba ocupándose de otro cataclis­
mo.
—Lo siento —Melody abrazó a su padre de nue­
vo, esta vez con más suavidad, como si suplicara: «Per­
dóname».
—¿Por qué? ¡Pero si es genial! —respiró larga,
profundamente—. Los Carver necesitábamos un cam­
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bio. Estábamos demasiado apegados a Los Ángeles. Ya
es hora de un nuevo desafío. La vida es cuestión de…
—¡Ojalá estuviera muerta! —chilló Candace desde
el interior del todoterreno.
—Ahí tienes a la única persona guay de Salem
—masculló Beau por lo bajo.
Melody levantó la vista hacia su padre. En el ins­
tante en que los ojos de ambos se encontraron, los dos
se echaron a reír.
—A ver, ¿quién está preparado para un recorrido
turístico? —Glory abrió la puerta. La puntera de su bo­
ta de escalada forrada de piel descendió tímidamente
hacia el pavimento como si comprobara la temperatu­
ra del agua en una bañera.
Candace se bajó del asiento trasero de un salto.
—¡La primera en llegar al piso de arriba se queda
con la habitación grande! —vociferó y, acto seguido,
salió disparada hacia la casa. Sus piernas como palillos
de dientes se movían a un ritmo impresionante, sin que
les estorbara lo ajustado de sus vaqueros rasgados a la
moda, tan pegados al cuerpo como un traje de neopreno.
Melody lanzó a su madre una mirada que pregun­
taba: «¿Cómo lo has conseguido?».
—Le dije que si no volvía a protestar durante el res­
to del día, podía quedarse con mi mono vintage de alta
costura —confesó Glory al tiempo que recogía su cabe­
llo castaño en una elegante cola de caballo y la afianza­
ba con un rápido giro de muñeca.
—Con promesas así, cuando acabe la semana sólo
te quedará un calcetín —bromeó Beau.
—Valdrá la pena —Glory sonrió.
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Melody soltó una risita y acto seguido corrió hacia
la casa. Sabía que Candace se le adelantaría para que­
darse con la habitación grande. Pero no corría por ese
motivo. Corría porque, tras años con problemas de
respiración, por fin lo podía hacer.
Al pasar junto a los camiones, saludó con la cabe­
za a los hombres que forcejeaban con el sofá. Luego,
subió saltando los tres peldaños de madera que condu­
cían a la puerta principal.
—¡Increíble! —Melody ahogó un grito, dete­
niéndose a la entrada de la espaciosa cabaña. Las pa­
redes, como la fachada, tenían los mismos troncos
de tono anaranjado, como de juguete. Al igual que
las escaleras, el pasamanos, el techo y la barandilla
del piso superior. Las únicas excepciones eran la chi­
menea, de piedra, y el suelo, de nogal. No se parecía
en nada a lo que ella estaba acostumbrada, teniendo
en cuenta que acababan de mudarse de una vivienda
de cristal y cemento de múltiples pisos y diseño ul­
tramoderno. Melody no tuvo más remedio que ad­
mirar a sus padres. Desde luego, se habían compro­
metido muy en serio con ese asunto del estilo de vida
al aire libre.
—Adelante —gruñó un empleado de mudanzas
empapado de sudor que trataba de franquear el estre­
cho umbral con el voluminoso sofá a cuestas.
—Ay, perdón —Melody soltó una risita nerviosa y
se apartó a un lado.
A su derecha, un dormitorio alargado abarcaba la
longitud de la casa. La gigantesca cama de Beau y
Glory presidía la estancia, y el baño principal estaba en
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mitad de una importante transformación. Una puerta
corredera de cristal tintado daba paso a una alargada
piscina rodeada de una valla de troncos de unos dos
metros y medio de altura. La piscina privada debió de
haber sido definitiva para Beau, quien nadaba todas
las mañanas para quemar las calorías que hubieran
persistido tras su sesión de natación nocturna.
En el piso de arriba, en uno de los dos dormitorios
restantes, Candace andaba de un lado para otro mien­
tras mascullaba por teléfono.
En el lado contrario de la habitación de sus padres
había una acogedora cocina y una zona de comedor.
Los sofisticados electrodomésticos de los Carver, la
elegante mesa de cristal y las ocho sillas lacadas en ne­
gro mostraban un aspecto futurista que chocaba con la
rústica madera. Pero Melody estaba convencida de que
la situación sería remediada en cuanto sus padres loca­
lizaran el centro de decoración más cercano.
—¡Socorro! —llamó Candace desde arriba.
—¿Qué pasa? —respondió Melody echando una
ojeada al salón, situado a un nivel inferior y con vistas
al barranco arbolado de la parte trasera.
—¡Me muero!
«¿En serio?».
Melody subió por la escalera de madera que ocu­
paba el centro de la vivienda. Le encantaba notar los
desiguales tablones del suelo bajo sus deportivas ne­
gras de tobillo alto. Cada una de las planchas de made­
ra contaba con su propia personalidad. No era un de­
rroche de simetría, afinidad y perfección, como en
Beverly Hills. Se trataba exactamente de lo contrario.
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Cada tronco de la casa tenía su propia forma, sus pro­
pias hendiduras. Cada uno era único. Ninguno era per­
fecto. Aun así, todos encajaban y colaboraban a la ho­
ra de ofrecer una única visión. Tal vez se tratase de una
costumbre específica de la zona. Tal vez los salemitas
(¿salemonios?, ¿salemeros?) eran partidarios de las for­
mas y características particulares. Lo cual implicaba
que lo mismo les ocurriría a los alumnos del instituto
Merston High. Semejante posibilidad provocó en Me­
lody un ataque de esperanza —libre de asma— que la
empujó a subir los escalones de dos en dos.
Una vez en la planta superior, bajó la cremallera
de su sudadera negra con capucha y lanzó ésta sobre la
barandilla. Las axilas de su holgada camiseta gris esta­
ban empapadas de sudor, y la frente se le empezaba a
humedecer.
—Me muero, te lo juro. Hace un calor del demo­
nio —Candace salió de la habitación situada a la iz­
quierda en vaqueros y sujetador negro—. ¿Hace una
temperatura de ochenta grados, o es que estoy atrave­
sando la fase de cambio?
—Candi —Melody le arrojó su sudadera con ca­
pucha—. ¡Ponte esto!
—¿Por qué? —preguntó Candace, al tiempo que
se examinaba el ombligo con aire despreocupado—.
Las ventanas están tintadas, como las ventanillas de las
limusinas. Nadie nos ve desde fuera.
—Mmm, ¿qué me dices de los hombres de la mu­
danza? —replicó Melody.
Candace se apretó la sudadera contra el pecho y
luego echó una ojeada por encima de la barandilla.
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—Este sitio es un poco raro, ¿no te parece? —el
rubor de sus mejillas le llegaba hasta los ojos de tono
azul verdoso, otorgándoles un resplandor iridiscente.
—La casa entera es rara —susurró Melody—. No
sé, me encanta.
—Tú sí que eres rara —Candace lanzó la sudadera
por encima de la barandilla y, con paso tranquilo, entró
en lo que debía de ser el dormitorio más grande. Una
insolente masa de cabello rubio oscilaba sobre su espal­
da como si estuviera haciendo un gesto de despedida.
—¿Alguien ha perdido una sudadera? —dijo uno
de los hombres desde el piso inferior. Llevaba la pren­
da negra colgada del hombro, como si de un hurón
muerto se tratara.
—Ah, sí, lo siento —repuso Melody—. Déjela ahí,
en las escaleras —se apresuró a entrar en la única habi­
tación que quedaba libre, no fuera el hombre a creer
que trataba de ligar con él.
Paseó la vista por el reducido espacio rectangu­
lar: paredes de troncos, techo bajo con profundos
arañazos que parecían huellas de garras y una dimi­
nuta ventana de cristal tintado que ofrecía el panora­
ma del muro de piedra del vecino de al lado. Al abrir
la puerta corredera del armario, le asaltó un olor a
cedro. La temperatura en la habitación debía de ron­
dar los doscientos grados. La propaganda de una in­
mobiliaria habría calificado el dormitorio de «acoge­
dor», siempre que a los propietarios no les importara
engañar a los clientes.
—Bonito ataúd —bromeó Candace, todavía en su­
jetador, desde la puerta.
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—Muy graciosa —contraatacó Melody—. Aun así,
no quiero volver a nuestra casa de antes.
—Perfecto —Candace puso los ojos en blanco—.
En ese caso, déjame que te dé envidia, por lo menos.
Echa un vistazo a mi tocador.
Melody siguió a su hermana y, dejando a un lado el
estrecho cuarto de baño, llegó a un cuadrado espacioso
y lleno de luz. Tenía un hueco en la pared para instalar
un escritorio, tres armarios de gran profundidad y una
enorme ventana de cristal tintado que miraba a Radcli­
ffe Way. Podrían haber compartido cuarto y, aun así,
habría sobrado espacio para el ego de Candace.
—Muy mona —masculló Melody esforzándose
por no mostrar ni una pizca de envidia—. Oye, ¿te
apetece ir al centro a tomar unos bagels o algo por el
estilo? Me muero de hambre.
—No hasta que admitas que mi habitación es la
caña y que la envidia te corroe —Candace cruzó los
brazos.
—Ni hablar.
En señal de protesta, Candace se giró hacia la ventana.
—Mmm, ¿qué me dices ahora? —sopló el aliento
sobre el cristal y, con el dedo, dibujó un corazón sobre
el círculo blanquecino.
Melody actuó con precaución.
—¿Es una trampa?
—Ya te gustaría —repuso Candace al tiempo que
fijaba la vista en el chico con el torso desnudo, del jar­
dín del otro lado de la calle.
Estaba regando las rosas amarillas en la parte fron­
tal de una vivienda estilo campestre de color blanco, y
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blandía la manguera como si de una espada se tratara.
Los firmes músculos de su espalda se ondulaban cada
vez que se lanzaba hacia delante para ejecutar una es­
tocada. Sus vaqueros desgastados se le habían bajado
lo suficiente para dejar al descubierto el elástico de sus
calzoncillos a rayas.
—¿Será el jardinero, o crees que vive en la casa?
—preguntó Melody.
—Vive allí —repuso Candace con seguridad—. Si
fuera el jardinero, estaría bronceado. A ver, átame.
—¿Cómo?
Al darse la vuelta, Melody se encontró a su herma­
na vestida con un mono de estampado en zigzag de to­
nos púrpura, negro y plata. Se sujetaba las tiras de la
parte superior, sin mangas ni espalda, por detrás de
la cabeza.
—¿Cómo has encontrado eso? —preguntó Melo­
dy al tiempo que efectuaba una lazada perfecta—. Las
cajas con la ropa todavía están en el camión.
—Sabía que mamá me lo regalaría si seguía pro­
testando, de modo que me lo metí en el bolso antes del
viaje.
—¿Así que todo ese rollo en el coche era un mon­
taje? —el corazón de Melody empezó a latir a toda
prisa.
—Más bien sí —Candace encogió los hombros
con aire despreocupado—. Soy capaz de hacer amigos
y conocer a chicos nuevos en todas partes. Además,
tengo que sacar buenas notas este curso para entrar en
una buena universidad. Y ya sabemos que eso no iba a
pasar si cursaba el último año en California.
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Melody no sabía si abrazar a su hermana o darle
un bofetón; pero no había tiempo ni para lo uno ni pa­
ra lo otro.
Candace ya se había calzado unas sandalias pla­
teadas de plataforma heredadas de su madre y regresa­
ba corriendo a la ventana.
—A ver, ¿preparada para conocer a los vecinos?
—¡Candace, no! —suplicó Melody, pero su her­
mana ya estaba forcejeando con el pestillo de hierro.
Intentar domar a Candace era como intentar detener
una montaña rusa en marcha agitando las manos en el
aire: una agotadora pérdida de tiempo.
—¡Eh, pibón! —gritó Candace por la ventana. Ac­
to seguido, se agachó bajo el alféizar.
El chico se giró y elevó la vista, protegiéndose los
ojos del sol.
Candace levantó la cabeza y miró a hurtadillas.
—No. No me interesa —masculló—. Demasiado
joven. Cuatro ojos. Nada bronceado. Te lo puedes
quedar.
Melody sintió ganas de gritar: «¡No hace falta que
me digas a quién puedo quedarme o no!», pero ahí
abajo estaba un chico sin camisa, con gafas de montu­
ra negra y una mata de pelo castaño, que la miraba fi­
jamente. No podía hacer más que devolverle la mirada
y preguntarse de qué color tendría los ojos.
El chico, un tanto violento, la saludó con la mano;
pero Melody permaneció inmóvil. Tal vez el vecino la
tomara por uno de esos carteles recortados a tamaño
real que plantan en el vestíbulo de los cines, en vez de
por lo que era en realidad: una chica con escasas habi­
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lidades sociales que estaba a punto de pegar una pata­
da en la espinilla a su hermana.
—¡Ay! —gimió Candace sujetándose la espinilla.
Melody se apartó de la ventana.
—No me puedo creer que me hayas hecho esto
—gritó susurrando.
—Bueno, no es que tú fueras a dar el primer paso
—replicó Candace mientras abría sus ojos azul verdo­
so de par en par movida por la fortaleza de su propia
convicción.
—¿Y por qué iba a hacerlo? Ni siquiera lo conoz­
co —Melody se apoyó en la desigual pared de troncos
y, bajando la cabeza, la enterró entre las manos.
—¿Qué pasa?
—Pasa que estoy harta de que la gente me tome
por una friqui. Ya sé que tú no lo entiendes, pero…
—Supéralo de una vez, ¿vale? —Candace se puso
de pie—. Ya no eres Tucán. Ahora eres guapa. Ahora
puedes conseguir chicos impresionantes. Bronceados, y
con buena vista. Y no pringados que empuñan man­
gueras —cerró la ventana—. ¿Es que nunca se te ocu­
rre usar los labios para otra cosa que no sea ponerte
cacao?
Melody notó un escozor familiar tras los párpa­
dos. Se le secó la garganta. La boca se le contrajo. Los
ojos le ardían. Y entonces, llegaron: como diminutos
paracaidistas impregnados de sal, las lágrimas descen­
dieron en masa. Odiaba que Candace pensara que
nunca se había liado con un chico. Pero ¿cómo con­
vencer a una chica de diecisiete años —con más novios
que pelos en la cabeza— de que Randy, el cajero de
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Starbucks (también conocido como Carapaella, por sus
marcas de acné) besaba de maravilla? Imposible.
—No es tan fácil, ¿sabes? —Melody mantuvo ocul­
to su rostro empapado de llanto—. Tu sueño es ser gua­
pa; el mío era cantar. Y ya no es posible.
—Pues vive mi sueño una temporada —Candace
se aplicó una capa de brillo en los labios—. Es más di­
vertido que autocompadecerte, eso seguro.
¿Cómo podía Melody explicar sus sentimientos
cuando ni ella misma acababa de entenderlos?
—A ver, Candace, lo de mi belleza es un engaño.
La han manipulado. No soy yo.
Su hermana mayor puso los ojos en blanco.
—¿Cómo te sentirías si sacaras sobresaliente en un
examen en el que copiaste a un compañero? —pregun­
tó Melody adoptando una táctica diferente.
—Depende —repuso Candace—. ¿Me pillaron?
Melody levantó la cabeza y soltó una carcajada.
Una enorme burbuja de mocos le estalló en la nariz y
se la limpió en sus vaqueros a toda prisa, antes de que
su hermana se diese cuenta.
—Le das demasiadas vueltas al tema —Candace se
echó su bolso al hombro y bajó la vista a su escote—.
Nunca me he visto mejor —alargó la mano y tiró de
Melody para levantarla—. Venga, ha llegado el momen­
to de enseñarle a la buena gente de Salem la diferencia
entre la ropa deportiva y la alta costura —tras un fugaz
examen a la sudada camiseta gris de Melody y sus va­
queros varias tallas más grandes, añadió—: Déjame ha­
blar a mí.
—Es lo que hago siempre —suspiró Melody.
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Capítulo 4
Piel de menta
Frankie se levantó y, descalza, empezó a bailar al
ritmo de la música de Lady Gaga, que persistía en su
cerebro.
—Entonces, ¿lo del instituto te parece bien? —las
finas y negras pestañas de Viveka aletearon de pura in­
credulidad.
—¡Pues claro! —Frankie se plantó las manos enci­
ma de la cabeza y se puso a dar vueltas sin parar—.
¡Voy a hacer amigas! ¡Voy a conocer a chicos! ¡Voy a
sentarme en la cafetería! Voy a salir afuera y…
—Espera un momento —interrumpió Viktor con
la seriedad de un tratado científico—. No es tan sen­
cillo.
—¡Tienes razón! —Frankie salió disparada hacia
su armario de color azul cielo en el que, con spray de
color fucsia, había escrito: «Faldas y vestidos»—. ¿Qué
voy a ponerme?
—Esto —Viktor se inclinó hacia delante, le colocó
a los pies la bolsa de piel y luego, rápidamente, dio
CAPÍTULO 2
COSER Y CANTAR
Por fin salió el sol. Los petirrojos y las golondrinas entonaban sus respectivas listas de éxitos matinales. Tras la ventana
de cristal esmerilado del dormitorio de Frankie, los niños en
bicicleta empezaban a tocar el timbre y a dar vueltas alrededor del callejón sin salida de Radcliffe Way. El vecindario
había despertado. Ahora, Frankie podía poner a Lady Gaga
a todo volumen.
I can see myself in the movies, with my picture in city
lights…
Más que nada, Frankie deseaba sacudir la cabeza al
ritmo de  The Fame. No, un momento. No exactamente.
Lo que de veras quería era pegar saltos sobre su cama de
metal, lanzar de una patada sus mantas electromagnéticas
al suelo de cemento pulido, balancear los hombros, agitar
los brazos, contonear el trasero y sacudir la cabeza al ritmo de The Fame. Pero alterar el fluido de electricidad antes
de que la recarga se hubiera completado podía derivar en
pérdida de memoria, desvanecimientos o, incluso, un coma.
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unos pasos hacia atrás, como quien le ofrece ensalada
a un león hambriento.
Frankie cambió de rumbo al instante y se dirigió
hacia la bolsa. Qué típico de sus padres proporcionarle
un conjunto para el primer día de clase. «¿Será la mini­
falda escocesa con el top de tirantes de cachemir ne­
gro? ¡Sí, por favor, que sea la minifalda escocesa con el
top de tirantes de cachemir negro! ¡Síporfavorsíporfa­
vorsíporfavorsíporfavorsíporfavor!».
Abrió la cremallera de la bolsa, introdujo la mano
y se puso a palpar en busca de las suaves hebillas y el
precioso imperdible extragrande que mantenía cerrada
la falda escocesa.
—¡Ay! —retiró la mano de la bolsa como si le hu­
bieran mordido—. ¿Qué es eso? —preguntó, aún afec­
tada por el tejido áspero de algo en el interior.
—Un traje de chaqueta de lana, muy sencillo y ele­
gante —Viveka se recogió el pelo y se lo echó por detrás
del hombro.
—Muy afilado, querrás decir —contraatacó Fran­
kie—. Tiene el tacto de un rallador de queso.
—Es una preciosidad —presionó Viveka—. Prué­
batelo.
Frankie colocó la bolsa boca abajo para evitar el
contacto con la rugosa prenda. Un estuche de maqui­
llaje color marrón chocolate cayó sobre la alfombra.
—¿Qué es esto?
—Maquillaje —respondió Viktor.
—¿De Sephora? —preguntó Frankie, esperanza­
da, otorgando a sus padres la oportunidad de redi­
mirse.
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—No —Viktor pasó la mano por los surcos de su
cabello, peinado hacia atrás con gomina—. Procede de
Nueva York. Es una espléndida línea de maquillaje
para actores que se llama F&F (Feroz y Fabuloso),
creada para resistir bajo los focos más potentes de los
teatros de Broadway. Sin embargo, no es demasiado
espeso —Viktor sacó una toallita desmaquillante de la
bolsa y se la frotó en el brazo. Un borrón entre rosa y
amarillo manchó la toallita. Una franja verde apareció
en el brazo de su padre.
Frankie ahogó un grito.
—¡Tú también tienes la piel de menta!
—Igual que yo —Viveka dejó al descubierto una
veta similar en su mejilla.
—¡Cómo! —las manos de Frankie echaban chis­
pas—. ¿Siempre habéis sido verdes?
Ambos asintieron, orgullosos.
—¿Y por qué os tapáis?
—Porque vivimos en un mundo de normis —Viktor
se limpió el dedo en la pernera de su chándal—. Y mu­
chos se asustan de quienes tienen un aspecto diferente.
—¿Diferente a qué? —se preguntó Frankie en voz
alta.
Viktor bajó la vista.
—Diferente a ellos.
—Formamos parte de un grupo muy especial que
desciende de lo que los normis califican como mons­
truos —explicó Viveka—, pero nosotros preferimos
llamarnos RAD.
—Renegantes Aliados de la Diferencia —aclaró
Viktor.
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Frankie se llevó la mano a los puntos que le rodea­
ban el cuello.
—¡No te tires! —exclamaron sus padres al unísono.
Frankie bajó la mano y soltó un suspiro.
—¿Ha sido siempre así?
—No siempre —Viktor se levantó. Empezó a reco­
rrer la estancia de un lado a otro—. Por desgracia,
nuestra historia, como la de otros muchos, está plagada
de periodos de persecución. Por fin, habíamos superado
la Edad Media y vivíamos sin tapujos entre los normis.
Trabajábamos juntos, nos relacionábamos socialmente
y nos enamorábamos. Pero en las décadas de los años
veinte y treinta del siglo pasado todo eso cambió.
—¿Por qué? —Frankie se subió al diván y se acu­
rrucó junto a Viveka. El olor a aceite corporal de gar­
denia de su madre le resultaba reconfortante.
—Llegó el auge del cine de terror. Los RAD eran
seleccionados para protagonizar toda clase de pelícu­
las, como Drácula, El fantasma de la ópera, El doctor
Jekyll y mister Hyde… Y si no sabían interpretar…
—Como tu bisabuelo Vic —bromeó Viveka.
—Sí, como el bueno de Victor Frankenstein —el
padre de Frankie se rió por lo bajo cuando el recuerdo
le vino a la mente—. No era capaz de memorizar el
guión y, para ser sincero, se ponía más bien rígido. Así
que fue sustituido por un normi llamado Boris Karloff.
—Suena divertido —Frankie enroscó un dedo en
el cinturón de seda de su bata, lamentando no haber
estado viva en aquel entonces.
—Lo era —Viktor detuvo su marcha y miró a su
hija cara a cara; su amplia sonrisa se fue desvanecien­
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do como la luz en el atardecer—. Hasta que las pelícu­
las se proyectaron.
—¿Por qué? —preguntó Frankie.
—Nos retrataban como terroríficos y malvados
enemigos de la gente, a la que en algunos casos chupá­
bamos la sangre —Viktor volvió a pasear de un lado a
otro de la estancia—. Los niños normis chillaban ate­
rrados al vernos. Sus padres dejaron de invitarnos a su
casa. Y ya nadie quería hacer negocios con nosotros.
Nos convertimos en marginados de la mañana a la no­
che. Los RAD sufrimos la violencia, el vandalismo.
Nuestra vida, tal como la conocíamos, había termi­
nado.
—¿Es que nadie se rebeló? —preguntó Frankie, re­
cordando las numerosas batallas históricas libradas
por razones semejantes.
—Lo intentamos —Viktor negó con la cabeza,
apenado por el intento fallido—. Pero las protestas re­
sultaron inútiles. Se convirtieron en frenéticas sesiones
de autógrafos para los intrépidos aficionados al terror.
Y cualquier acción más enérgica que una manifesta­
ción de protesta nos habría hecho parecer las bestias
rabiosas por las que los normis nos tomaban.
—¿Y qué hicieron, entonces? —Frankie se pegó
más a su madre.
—Se envió una alerta secreta a todos los RAD, ur­
giéndolos a que abandonaran sus hogares y negocios y
se reunieran en Salem, donde vivían las brujas. La espe­
ranza residía en que las brujas se identificaran con nues­
tra lucha y nos acogieran. Juntos, formaríamos una co­
munidad nueva y empezaríamos desde el principio.
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—Pero los juicios a las brujas de Salem tuvieron
lugar en 1692 o por ahí, ¿no? Y tú me estás hablando
de los años treinta —argumentó Frankie.
Viktor dio una palmada de aprobación y señaló a
su hija como un efusivo presentador de un concurso
televisivo.
—¡Eso es! —exclamó con entusiasmo, enorgulle­
ciéndose de los conocimientos implantados de su niña.
Viveka besó a Frankie en la frente.
—Lástima que el zombi descerebrado que lanzó la
alerta no fuera tan listo como tú.
—Sí —Viktor se atusó el pelo—. No sólo las bru­
jas habían desaparecido mucho tiempo atrás, sino que
el muy idiota también se confundió de Salem. Tenía en
mente el Salem de Massachusetts, pero dio las coorde­
nadas de Salem, en Oregón. Los RAD se percataron
del error, pero no había tiempo para cambiar de rum­
bo. Tuvieron que huir antes de que los acorralaran y
los encerraran en la cárcel.
»Cuando llegaron a Oregón, decidieron sacar el
máximo partido. Hicieron un fondo común con el di­
nero de todos, se disfrazaron de normis, construyeron
Radcliffe Way y juraron protegerse unos a otros. Nos
queda la esperanza de que algún día podamos ser ca­
paces de vivir sin tapujos otra vez; pero hasta que lle­
gue ese momento, pasar desapercibidos es crucial. Ser
descubiertos nos obligaría de nuevo al exilio. Nuestros
hogares, profesiones y estilos de vida serían aniquila­
dos.
—Por eso es importante que te cubras la piel y
ocultes tus tornillos y costuras —explicó Viveka.
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—¿Dónde están los vuestros? —preguntó Frankie.
Viveka levantó su fular negro y guiñó un ojo. Dos
relucientes tornillos le devolvieron el guiño.
Viktor bajó la cremallera de su sudadera de chándal
de cuello alto y dejó a la vista sus piezas de ferretería.
—Elec­trizante —susurró Frankie, pasmada.
—Voy a preparar el desayuno —Viveka se levantó
y se alisó las arrugas del vestido—. El maquillaje viene
con un DVD explicativo —comentó—. Deberías po­
nerte a practicar cuanto antes.
Uno detrás del otro, sus padres la besaron en la
frente y se dispusieron a cerrar la puerta tras ellos.
Viveka volvió a asomar la cabeza.
—Recuerda —dijo—, tienes que haber aprendido
y asimilado todo esto antes de que empiece el instituto.
Acto seguido, cerró la puerta con suavidad.
—De acuerdo —Frankie sonrió, recordando que
aquella conversación tan ilustrativa había empezado
por lo mejor. ¡Iba a ir al insti!
Empleando un dedo del pie para apartar la pila de
lana rasposa como quien aparta una ardilla muerta,
Frankie quitó el espantoso traje de chaqueta de su lí­
nea de visión. Nadie llevaba trajes de lana aquella tem­
porada.
Sólo para asegurarse, consultó el ejemplar de Teen
Vogue dedicado a la vuelta a clase. Tal como había
sospechado, aquel año se llevaban los tejidos ligeros,
los tonos joya y los estampados de animal. Las bufan­
das y la bisutería exagerada eran los accesorios impres­
cindibles. La lana estaba tan descartada que ni siquiera
figuraba en la lista out.
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Los artículos de la revista resultaban de lo más revelador. No sólo los de Teen Vogue, sino también los
de Seventeen y CosmoGirl. Todos hablaban de ser una
misma, de mostrarse natural, de querer a tu cuerpo tal
como es y ¡de volverse verde! Los mensajes eran todo
lo contrario a los de Vik y Viv.
«Mmmm».
Frankie se giró para mirarse en el espejo de cuerpo
entero, apoyado sobre el armario amarillo. Se abrió la
bata y examinó su cuerpo. En forma, musculoso y de
proporciones exquisitas. Los artículos estaban en lo
cierto. ¿Qué más daba que su piel fuera verde, o que
sus extremidades estuvieran unidas con costuras? Según las revistas, que —sin ánimo de ofender— estaban
mucho más en contacto con los tiempos que sus padres, se suponía que tenía que querer a su cuerpo tal y
como era. ¡Y lo quería! Por lo tanto, si los normis leían
revistas (lo que obviamente hacían, puesto que aparecían en ellas), la querrían a ella también. Lo natural
estaba de moda.
Además, Frankie era la niñita perfecta de papá.
¿Quién no desearía la perfección